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Nuestros, orgullosamente nuestros

Actualizado: 18 ago 2022

El Pacífico colombiano es cuna de hombres y mujeres que escriben capítulos importantes en distintos escenarios de la historia contemporánea del país. Para el Quibdó African Film Festival, son una herencia viva para las nuevas generaciones. Herencia que nos permite afirmar que la región está llena de personajes e historias mágicas. Protagonistas de filmes subjetivos que no necesitan de la pantalla grande para brillar y dejar huella.

José Éibar Castillo

La Pacíficopreñez de José Éibar Castillo


Fértil y vigoroso, demostrando sus dotes de gran amante, el pincel siembra su esperma de colores y formas en el bullente genital del lienzo virgen. Orgasmo libertario, gemidos emancipados de afrodescendientes que rinden tributo a los ancestros.


Abstraído de la realidad, sumergido en las paredes del taller Mandinga, ubicado en Santiago de Cali, el aguacero erótico penetra hasta lo más profundo de José Éibar Castillo. En esa marea de espermatozoides metafóricos, uno de ellos logra entrar en el óvulo creativo del artista tumaqueño.

Huele a preñez de hombre afrodescendiente. Pero la preñez de Castillo no es una preñez cualquiera. Es una ‘Pacíficopreñez’ que hace menear el alma con el ritmo de una felicidad nacida para honrar los sentires de su etnia.


Como lo expresa Olga Yolanda Rojas, “el maestro Éibar Castillo está compilando la vida del Pacífico. Su obra pictórica es juglería en colores de oleo y acrílico. Estas pinturas de gran formato se atraviesan al paso del espectador como la mirada de un viejo amigo quien reclama tiempo y atención. Estas obras hablan y roban el aliento”.


Cada alumbramiento es una fiesta donde puja con trazos finos para traer al mundo personajes como la partera Mamanuncia, homenaje a las mujeres que dedican su vida a este noble oficio.

Para él, el nacimiento es viajar en el tiempo, retornar a la infancia y desempolvar recuerdos. Se hace obligatorio conocer al niño travieso y avispado, amigo incondicional del mar, aprendiz de Humberto Rosero, quien le enseña a fabricar chapas.

Ese año no escolar es quizá es uno de los más pedagógicos de su vida pueril. Aunque no se sienta en un pupitre ni habita en el aula de clase, los saberes obtenidos convierten sus días en aventuras apasionantes.


Educado con esfuerzo y sacrificio por su madre, una mujer que se gana la vida como lavandera, aprende a temprana edad el valor del trabajo y el significado de la solidaridad familiar.

A la par con aquellas responsabilidades provechosas para la determinación de los días adultos, el arte palpita con timidez en los primeros dibujos. Sin temor a exageraciones, el sueño de ser artista posee la forma de una jirafa que debe acomodarse en un cuerpo menudo y amigable.

Posteriormente, al percatarse de que sus amigos le llevan la delantera, se matricula en el Colegio Industrial y prosigue con sus estudios de básica primaria. Años lectivos llenos de matemáticas, español y bosquejos magistrales en hojas de cuadernos.


En 1973, junto a su madre y su hermano, abandona la Perla del Pacífico para desempacar esperanzas y anhelos en una modesta casa de la Sucursal del Cielo. Nueva vida, nuevas oportunidades. Tumaco es la tierra amada, pero Cali abre las puertas del progreso.

Fugaz retorno al presente. José Éibar pule con esmero los rasgos de una pareja de antepasados que laboran en el campo. La prioridad es convertir la pintura en un discurso visual, político y reivindicativo que dé cuenta del papel preponderante de los afrodescendientes en el desarrollo social, económico y cultural de la región.

Dicho esto, el pretérito biográfico asoma el hocico por una de las ventanas del taller. Hay que menguar las contracciones con memorias.


La vida citadina trae cambios favorables. Con ayuda de su hermana, quien labora en la casa del gerente de una empresa de cables eléctricos, Castillo consigue empleo. Simultáneamente se enamora perdidamente de una ciudad donde la salsa, el deporte, la cultura y la intelectualidad caminan a sus anchas por calles y barrios.

Entre las canciones de Héctor Lavoe y el boogaloo de Pete Rodríguez la jirafa, su ansiado sueño, se transforma en un animal fantástico, nacido para relatar gráficamente la valentía y grandeza de un pueblo excluido.

José Éibar se propone montarse en ese animal, volar el cielo caleño y poner en práctica el ejemplo de su madre y las enseñanzas de Humberto Rosero. Es una deuda consigo mismo, con su familia y con sus ancestros.


Estudia Artes Plásticas en el Instituto Popular de Cultura (IPC), travesía académica que inicia en 1979 y culmina en 1984. Desde ese momento, Castillo se divide en dos cuerpos: uno que produce para sobrevivir en la sociedad capitalista y otro que produce para experimentar a plenitud el deleite de la pintura como una manera de existir y reconocerse como hombre negro, ciudadano de una Colombia vestida de racismo estructural y discriminación.

Es justo confesar que su Pacíficopreñez encuentra cabida y oxígeno en el segundo cuerpo. Si bien siempre ha tenido clara su vocación, el descubrimiento de la diáspora africana constituye un parteaguas importante. Pasado, presente y futuro se encuentran para entablar un diálogo con los espíritus de los hombres y mujeres del árbol genealógico.


La polifonía de voces arroja una conclusión trascendental: a los afrodescendientes de Colombia les negaron el derecho a convertir el arte en un eco de sus luchas, afrenta al talento y pensamiento de los antepasados que son traídos al continente americano para ser esclavizados. El llamado interno vocifera sin parar, ardoroso como el fuego e irresistible como su amado mar en los días calurosos de Tumaco.

Desde el 2000, Castillo exhibe con orgullo la majestuosidad de África como territorio madre y herencia ancestral invaluable de quienes hoy habitan en ríos, veredas y esteros. Entre pinceladas fértiles, lienzos vírgenes, orgasmos libertarios y gemidos de emancipación ancestral, José Éibar Castillo ha parido con orgullo Los hijos de la Mandinga (2012); Mi color poderoso (2016) y El cangrejo azul (2019). Ha expuesto en distintos escenarios de la capital vallecaucana (ICESI, Univalle, Centro Cultural de Cali) y galerías de los Estados Unidos (Atlanta, Houston, Nueva York, Miami y Orlando).


Poseído por espíritus ancestrales, el segundo cuerpo puja con trazos finos para darle los toques finales al retrato. Por momentos, quien sostiene el pincel es un esclavo valiente que convierte las paredes del taller Mandinga en su fortaleza revolucionaria, tras escapar de su amo. En otros, es una mujer negra entrada en años que contempla la pintura para encontrarse a sí misma.

Lo prioritario es convertir el parto en un viaje de rostros múltiples que deconstruyan el ego, para atender una lectura profunda de aquellos que pueden re-existir y ser escuchados.

Fértil y vigoroso, demostrando sus dotes de gran amante, el pincel siembra su esperma de colores y formas en el bullente genital del lienzo. Orgasmo libertario, gemidos emancipados de afrodescendientes que rinden tributo a los ancestros.


Huele a preñez de hombre afrodescendiente, porque los hombres del Pacífico también tienen derecho a parir, metafóricamente hablando, para festejar una herencia que los hace únicos.

En Tumaco, hasta el fin de los días, las vivencias de ese hombre preñado de arte y resistencia deben narrarse oralmente. Quienes las escuchen, tienen la libertad de creer o no creer.

Independientemente de que los nativos las crean o no, el mar, los antepasados y la vida siempre alabarán la Pacíficopreñez de José Éibar Castillo.

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