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Memorias del Festival: Wilfrid Massamba

Expedición a las memorias del realizador audiovisual y director del Quibdó Africa Film Festival.


Geografía emocional de un congoleño enamorado del Chocó


Apenas siente el perfume de Wilfrid Massamba en el aeropuerto El Caraño, emocionada a más no poder por el arribo de su enamorado, dos días antes de la apertura de la 4ª edición del Quibdó Africa Film Festival, la humedad chocoana se aferra sin pudor a su cuerpo. Lo acaricia con erotismo tímido y explora detalladamente cada poro. Pero a diferencia de las visitas pasadas, curiosa a más no poder, cansada de las mismas sensaciones y lugares dérmicos, decide adentrarse en las profundidades para recorrer aquello invisible que lo habita.

Dotada de una intuición negada a los mortales, presiente que en lo intangible de Massamba, aposento de una sabiduría que se amamanta de ese dialogo entre su natal África y el Pacífico colombiano, hay un mundo fascinante donde las respuestas y los sentires vuelan como aves en un cielo que hace las veces de pantalla gigante y la vida se convierte en una de esas películas íntimas y experimentales donde ciertas escenas son incomprensibles pero valiosas.


Sagaz, se desliza sutilmente por los escondrijos cutáneos más imperceptibles. A duras penas, Massamba logra percatarse de su presencia. Contempla con fascinación la belleza ecológica de Quibdó, sin dejar de pensar ni un instante en la inauguración del Festival. Este año, tras dos años de pandemia, es momento de retornar a la presencialidad. Su alegría apenas y le da tiempo de reaccionar a los alcances de una humedad fisgona.

Para cuando se percata del sudor en la frente, ella ha logrado su cometido. Adentro, lo primero que observa es un río exactamente igual al Río Atrato. Asombro y alegría entremezclados. Se adentra en el agua y bebe un sorbo. En ese momento, la voz de Massamba le habla al oído para contarle uno de sus secretos más preciados:


“Conozco Quibdó mucho antes de venir a Colombia, porque siempre ha estado conmigo. Es algo difícil de explicar en palabras. Para entenderlo, hay que estar en El Congo y caminar sus calles, hablar con la gente y contemplar sus atardeceres. Lo que hoy vivo en el presente, está íntimamente ligado a mi pasado. Es una conexión única”.


Fascinada por las palabras de su amado, atónita por lo que acaba de escuchar, la humedad chocoana se adentra en la geografía emocional de Massamba, a sabiendas de que no ha sido invitada a recorrerla. Es la única manera de comprender su amor por el Pacífico colombiano.


El pueblo de la niñez cinéfila


La caminata se hace larga pero amena. Hecha mujer afrodescendiente, los árboles de sueños poderosos, esos que aún no se cumplen, pero llenan de vida a Wilfrid, la piropean con elegancia.

Del monte salen despavoridas las enseñanzas privativas, divertidas y traviesas, para hacerle cosquillas en las plantas de los pies. Encarnada en un cuerpo femenino, la humedad siente por primera vez esas ganas incontenibles de reír, como lo hacen las niñas que andan en bicicleta los domingos a mediodía por las calles de Quibdó.

Pese a la confortable sensación, hay que seguir adelante. No hay tiempo que perder. En el mundo tangible, Massamba se dirige al Colegio MIA para organizar todo lo relacionado con la apertura del Festival.


En el trayecto, muy seguramente, como siempre lo hace cuando visita la ciudad, hablará de los últimos acontecimientos locales con algunos vendedores del centro, antes de llegar a su destino y ocuparse hasta el anochecer. Tiempo suficiente para que la humedad pueda culminar su expedición.

A lo lejos, se escucha la voz del legendario Bruce Lee. Habitante pasajera de un cuerpo, sintiendo en carne propia la ansiedad de estar en un territorio desconocido, pero a la vez experimentando la adictiva adrenalina que provocan los riesgos, aligera el paso.

Al cruzar un puente construido con mimos de madre y consejos de padre, lo que observan sus ojos la deja atónita: un pueblo de casitas de madera con techos de zinc y ropa extendida en los balcones, exactamente iguales a las del barrio Porvenir, emblemático de la capital chocoana.


En la plaza principal, una rudimentaria sala de cine sin techo. Las sillas de plástico, pero el sonido potente. En la azotea de un edificio, el único, cinco niños enamorados de la pantalla gigante y de las artes marciales de Lee. Una escena digna de Cinema Paradiso, obra maestra de Giuseppe Tornatore.

Al instante, la humedad chocoana reconoce al pequeño Wilfrid, vestido con una camisa blanca manga corta de botones y un pantalón negro de pana.


Cuando era niño, me encantaban las películas de Bruce Lee y el género Western. Cuando no teníamos dinero para pagar la entrada al cine, subíamos a la azotea de ese edificio y veíamos la película”.


Huele a una felicidad pueril que entremezcla aromas propios de El Congo y perfumes de un Pacífico que, aunque distante, pervive en los rincones de ese pueblo donde Massamba atesora su niñez cinéfila.


Sin el cine y esas memorias, mi infancia estaría mutilada. Fueron días mágicos en Brazzaville, donde la pantalla grande me permitía viajar e imaginar. Eso fue vital para construirme como ser humano y ver la vida como un filme donde cada escena es única y fascinante”.


Río Sonoro


Más allá del pueblo, suena una canción del congoleño Franco. Sedienta y algo cansada, luciendo con orgullo su piel de ébano y una belleza atípica, la humedad chocoana le confía a su escucha la búsqueda de la ubicación de aquella sonoridad cadenciosa.

Aprovechando su estancia temporal en un cuerpo físico, experimenta la sensación de mover su cuerpo al compás de un ritmo que invita al baile y la alegría. En el mundo tangible, siempre se conforma con bañar de sudor a los hombres y mujeres quibdoseños mientras hacen gala de ese don especial para contonear las caderas cuando la salsa, el reguetón y la música típica del Pacífico retumban las paredes y aceleran la respiración.


Así, dejándose llevar por los mandatos kinésicos de esa corporeidad que comienza a resultarle ventajosa, llega a uno de los lugares más especiales en la geografía emocional de Wilfrid Massamba:

el Río Sonoro. Allí, en vez de agua, hay voces, cantos y conversaciones que han sido trascendentes en su travesía.


Al sumergir sus manos, se escucha un fragmento de Kanzenzenze, canción infantil típica de El Congo, en la voz de su abuela materna:


Kanzenzenze kalengile

Pipikalengile

Kapaka sambo

Katula karele

Muana bitoto

Muana bitoto

Kapikila kapo.


Acto seguido se oye la leyenda del elefante y la lluvia, narrada por su abuela paterna:


Un día, el elefante le expresó a la lluvia su agradecimiento por ser tan bondadosa con la Tierra.

Al mismo tiempo, se hizo una pregunta en voz alta: ¿Qué ocurriría con el planeta si pisara las plantas y me las comiera? Enojada, la lluvia se marchó y se olvidó de la Tierra durante un tiempo. Las plantas y árboles comenzaron a secarse y el elefante comenzó a tener sed. En ese momento, comprendió el valor del agua y de cuidar los recursos naturales. Desde ese día, se convirtió en un guardián de la naturaleza.


Se hace obligatorio evocar la tradición oral que pervive en las familias del Pacífico colombiano y que se resiste a morir pese al paso del tiempo.


Cuando camino por las calles de Quibdó y observo a una mujer mayor cantando o narrando una historia a sus nietos, respiro mis primeros años en El Congo. Las mujeres de mi familia fueron un pilar importante en mi educación y la formación de mi carácter. Ellas fueron ejemplo de valentía, determinación, perseverancia, amor incondicional y ética. En sus cantos e historias, había un capital cultural que también habita en el Pacífico”.


Intuitiva a más no poder, la humedad chocoana se adentra en lo más hondo. De pronto, suena Del Chocó pa’l Congo, canción emblemática de Los Nemus del Pacífico:


Del Chocó pa´l Congo

Yo me voy

Pa´l África me voy


Del Chocó pa´l Congo

Yo me voy

Pa´l África me voy


Me voy pa’ donde mis ancestros

Se va el negro Sorongo

Yo me voy para El Congo


Apenas se acabe el baile

Me voy con mi mujer

Yo me marcho para El Congo

Yo me marcho para África


Una de las canciones consentidas de Massamba y la prueba fehaciente de su amor veraz por esta región del país.


“Cada vez que la escucho, es como si estuviese bailando rumba congoleña en mi ciudad. Allí, somos gente que ama bailar y disfrutar la vida. En cada estrofa, hay un lazo irrompible que comunica a dos mundos separados espacial y temporalmente, pero unidos por la alegría, el jolgorio y las ganas de progresar pese a las adversidades y obstáculos. Tanto en África como en el Pacífico, gozamos de un capital espiritual y emocional valiosísimo que debemos preservar y aprovechar para transformar nuestros territorios”.


La Aldea de La Introspección


En el presente quibdoseño, el cielo se ha coloreado de azules claros y sutiles destellos amarillos. Massamba revisa las instalaciones del Colegio MIA. Hace chistes y entona a todo pulmón Somos Pacífico de Chocquibtown para celebrar su retorno a Chocó y compartir su felicidad con aquellos que lo rodean.


Curiosamente, el cielo de su mundo intrínseco se ha vestido de violetas y ocres. Llueven poemas de Gabriel Okoundji y Sony Labou Tansi. El cuerpo los bebe para no detener la caminata. Por primera vez, la humedad experimenta la sed y la deshidratación. Pese al cansancio, no se detiene. La expedición le ha permitido romper con la monotonía de su existencia y conocer el significado de la felicidad.

Los cultivos de trigo y arroz anuncian que el nuevo territorio está cerca. En medio de aquel paisaje, la creatividad corre a sus anchas por los verdes campos. Alimentada con el poder de los versos de Okoundji y Labou Tansi, el cuerpo de ébano se siente invencible. Aquellos versos le han proporcionado el elixir de la fuerza imperecedera.


Tras atravesar una madriguera de nostalgias y un estrecho caminito de indescifrables frases nunca dichas, aparece una modesta casa de adobe. Alrededor, hay palmas de chontaduro por doquier y se escucha el sonido de una marimba.

La Aldea de La Introspección es uno de los territorios más especiales en la geografía emocional de Massamba. Ella es uno de sus refugios predilectos desde 2019, después de visitar el Pacífico colombiano para dictar un taller de realización audiovisual a jóvenes de Quibdó.

Aunque Massamba visita por primera vez Colombia en 2002 junto a su esposa, una abogada bogotana que en ese entonces labora en la Cruz Roja Internacional, a la que conoce en El Congo, sólo hasta ese momento experimenta un enamoramiento absoluto por esa Colombia afrodescendiente que se convierte en su maestra de vida.


“Ese momento fue clave para traer el Festival a Quibdó. Los chicos me preguntaban una y otra vez si en África había guerras, si éramos salvajes o si vivíamos como se mostraba en los medios de comunicación. Comprendí la importancia de crear un espacio donde los cinematógrafos africanos narraran su continente y su cultura para derribar estereotipos”.


En ese lugar figurado, su preciada aldea, Wilfrid reflexiona diariamente sobre el significado de ser africano y las enseñanzas que le obsequian sus hermanos, como cariñosamente les llama.


Conocer el Pacífico colombiano me ha permitido leerme y encontrarme como africano en los sentires y pensamientos de los chocoanos. No soy ni diferente ni superior a ellos. Sentimos, amamos, luchamos y soñamos con la misma pasión y esperanza. Chocó es una escuela y me siento orgulloso de ser su alumno”.


Morada del baobab paciente


Cae la tarde en Quibdó. El malecón se viste con distintas tonalidades de dorados incandescentes. Señal inequívoca de que la humedad chocoana debe darse prisa. Una vez anochezca, retornará al mundo tangible.

La expedición ha sido fructífera, pero falta recorrer el último tramo del trayecto. En los árboles de sueños poderosos, las aves trinan melodías de Fela Kuti y Zully Murillo. África y Quibdó se vuelven uno en la repetición de esos sonidos.


De la espesura, saltando muy campantes, una pareja de sentires nativos aparece súbitamente. Susto fugaz. En un diminuto rincón del monte, las hormigas bailan un abozao, baile típico chocoano, después de una ardua faena.

En el cielo del mundo intrínseco de Massamba, también atardece. Al parecer, hay una reyerta de colores. Los violetas ganan poderío y los ocres, amilanados, se difuminan.

Las flores amamantan a las libélulas, quienes a su vez hidratan al cuerpo de la mujer afrodescendiente que pronto dejará de existir. Si algo recordará para siempre la humedad es la solidaridad que habita en la geografía emocional de su amado Wilfrid. En el mundo tangible, los mortales tendían a olvidarla.


El cielo alumbra un hermoso baobab, custodiado por tres hombres: el Wilfrid niño, el Wilfrid joven y el Wilfrid adulto.


Estoy plenamente convencido de que el cine y la cultura pueden contribuir a transformar el Pacífico colombiano, pero es una labor que requiere paciencia y constancia. A mediano plazo, el objetivo es descentralizar el Festival y llevarlo a Buenaventura y Tumaco. En el futuro, quiero que sea un festival nacional, donde los afrodescendientes de todas las regiones del país puedan mostrar sus trabajos y contarnos sus historias”.


Es nada más y nada menos que la morada del baobab paciente, símbolo de la perseverancia de Massamba para cumplir su propósito de vida.


La tarea es conocer nuevas narrativas audiovisuales escritas por afrodescendientes que permitan construir y fortalecer la identidad de sus comunidades y territorios. Hay un largo camino por recorrer. Esto apenas empieza y deseo que el Festival contribuya a lograrlo”.


El cuerpo de la mujer afrodescendiente se hace brisa nocturna. Dichosa, más enamorada que nunca del congoleño, la humedad chocoana regresa al mundo tangible. Un aguacero repentino cambia el curso de la naciente noche quibdoseña.

Massamba sonríe. Todo está listo para la apertura en el Colegio MIA.


Una fragancia peculiar revolotea en la atmósfera.

Huele a Congo, huele a Pacífico, huele a Quibdó Africa Film Festival.

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